ERMITA EN LOS OLMOS, TORRE-PACHECO

2015
ERMITA EN LOS OLMOS, TORRE-PACHECO
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ERMITA EN LOS OLMOS, TORRE-PACHECO
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ERMITA EN LOS OLMOS, TORRE-PACHECO
ERMITA EN LOS OLMOS, TORRE-PACHECO

"AÑO 2021"

Hacía aproximadamente 10 años que no visitaba la pedanía de los Olmos. Me había criado allí y allí permanecí hasta que con 13 años mis padres tuvieron que desplazarse a Madrid por motivos laborales. En ese momento mi hermana, mis padres y yo tuvimos que abandonar a mis abuelos y al resto de la familia que vivía en Los Olmos para irnos a la aventura a una ciudad del tamaño de Madrid.

La vida en una ciudad de esas características es muy diferente a la de una pequeña pedanía, no obstante durante mi estancia allí traté de conservar ciertas costumbres de mi vida en Los Olmos. Desde muy pequeño mi abuela me había llevado sistemáticamente a la iglesia todos los domingos y fiestas de guardar, por lo que no es extraño que nada más llegar a Madrid mi madre asumiese el papel que mi abuela había desarrollado durante mis primeros 13 años y buscase una iglesia a la que llevarme para asistir a la misa de los domingos.

Quizás la crisis de fe que se vivía en aquellos momentos era más patente en una gran ciudad que en una pequeña pedanía, pero cada domingo que asistía a misa en Madrid comprobaba que el número de asistentes no era proporcional al tamaño de la Iglesia, lo cual convertía a ésta en un enorme espacio en el que la proporción de bancos vacíos durante la liturgia generaba un desasosiego entre los asistentes, convirtiendo dicha asistencia en una clara muestra de la solidez de la fe de aquellas personas. Esto no pasó nunca en el lugar en el que asistía a misa en Los Olmos, ante el cual me encuentro en este mismo instante. Y digo el lugar en el que asistía a misa porque siempre lo consideré un lugar y no un edificio.  

Los Olmos es una pedanía muy pequeña del Ayuntamiento de Torre Pacheco; quizás tenga 1.000 habitantes pero los asistentes que mostraban su fidelidad mediante la asistencia semanal a la capilla en aquella época posiblemente no superasen los 40 ó 50. Mi abuela y yo siempre nos encontrábamos incluidos en ese grupo de fieles, y no recuerdo haber sentido nunca el desasosiego que posteriormente tuve que soportar cada domingo que asistía a misa en Madrid. No éramos muchos los asistentes, pero nunca se ha sentido la iglesia vacía. Su capacidad cuando sus puertas se encontraban cerradas quizás rondase las 100 personas, una capacidad reducida si no tuviese posibilidad de ampliarse para actos multitudinarios, pero muy apropiada para el día a día de la vida de la parroquia.

Recuerdo mi asistencia a la iglesia con mi abuela, y recuerdo sentirme como en familia rodeado de los vecinos que allí asistían debido a la cercanía física entre todos nosotros, e incluso con el párroco D. David. Yo siempre intentaba conseguir asiento en las primeras filas y quizás fuese por ese motivo que D. David, en un determinado momento de la ceremonia solía dirigirse a mi mediante un sutil guiño para darme a entender que era el momento de colaborar sosteniendo el cáliz que contiene las hostias que él mismo repartía entre los asistentes. Quizás fuese ese recogimiento, ese sentimiento de proximidad entre los asistentes, lo que me hacía sentir cómodo en ese espacio. Y quizás, las dimensiones del espacio estuviesen relacionadas directamente con esos sentimientos.

De esa época recuerdo con especial alegría la celebración del día de la patrona del pueblo, la Virgen del Carmen. Para los niños la celebración comenzaba desde muy temprano ya que nuestros padres nos juntaban a mi y a mi hermana con todos mis primos en casa de nuestra abuela antes de irse a trabajar. Quizás porque en aquella época los peligros pareciesen menores de lo que parecen hoy en día, o quizás porque para mi abuela lidiar con cinco niños con ganas de fiesta al mismo tiempo estaba muy alejado de lo que ella consideraba que debía ser una buena celebración de un día festivo, pero siempre nos dejaba pasar la mañana entera jugando en la plaza situada justo en frente al lugar en el que asistíamos a la misa. Llegado el mediodía nos volvíamos a casa de mi abuela donde nos reuníamos con nuestros padres para comer. Finalizada la comida, volvíamos rápidamente a la plaza para poder aprovechar un rato más de juego antes de que la gente empezase a reunirse en la plaza. Cuando esto sucedía y el número de personas era tal que podía preverse que se acercaba el momento en el que algo ocurriría, mis primos y yo nos apresurábamos a situarnos al borde de la suave pendiente con dirección al altar esperando el gran momento. Y el gran momento siempre llegaba... Desde mi posición podía contemplarse todo el espacio cubierto con una iluminación muy suave y al fondo, iluminada con un rayo de luz que entraba por el techo, aparecía la preciosa talla de la Virgen del Carmen.

Supongo que la iluminación del espacio, que concentraba la mayor intensidad de luz sobre la talla de la Virgen en medio de un espacio con menor nivel de iluminación, tenía mucho que ver en que yo entendiese la imagen que percibía como si la Virgen tuviese vida propia y se encontrase flotando en el espacio. Esta sensación desaparecía a medida que la Virgen avanzaba hacia la posición en la que yo me encontraba, al borde de la pendiente que lleva al altar, para descubrir que era mi padre junto con otros vecinos quienes la portaban hasta hacerla salir al espacio exterior donde todos los vecinos esperaban ansiosos poder verla.

Quizás fuese por su configuración o quizás porque la gente se agrupaba de forma continua desde el altar hasta la plaza, pero nunca fui capaz de distinguir en qué momento la Virgen pasaba de estar dentro de la capilla a estar fuera... Siempre recordaré ese momento de transición desde el altar hasta el espacio que ocupa la plaza como uno de los momentos más mágicos de los vividos durante mi estancia en Los Olmos.

El día que hice la Primera Comunión, otros 5 niños de mi pueblo la hicieron conmigo, 3 de los cuales además eran compañeros de clase; los cinco habíamos realizado la catequesis en la pequeña sala de usos múltiples situada a la derecha del altar. La coincidencia de una celebración de semejante índole el mismo día que mis compañeros había de ser aprovechada al máximo, por lo que después de un buen rato de duras negociaciones con mi madre ésta accedió a dejarme ir a la plaza vestido para la ocasión casi una hora antes de la ceremonia para encontrarme con mis amigos y explorar los distintos detalles que nuestros trajes presentaban. Cuando nos encontrábamos en pleno examen de las distintas condecoraciones que cada uno de nosotros ostentaba, D. David se aproximó desde el interior de la iglesia hasta su puerta e hizo que los portones que la cerraban se desplazasen para unir su espacio interior con el resto del espacio en pendiente que se dirige al altar. En ese momento no comprendimos muy bien a qué se debía esa maniobra pero sí que apreciamos que de pronto, la capilla había crecido enormemente. Había visto la capilla abierta anteriormente, pero nunca me había parado a pensar en esa transformación hasta que vi al párroco abrir las puertas de ese modo.

Al poco rato, cuando empezaron a llegar los familiares y amigos de los 5 oficiales allí reunidos, aquellos comenzaron a situarse a lo largo de la rampa, algunos de forma más próxima al altar y otros un poco más alejados, llegando incluso a sentarse en los bancos de la plaza. Supongo que cada uno eligió su ubicación según su interés en poder desaparecer temporalmente y de forma discreta en caso de que D. David prologase la ceremonia más de lo necesario... A los cinco marines nos situaron en torno al altar y desde mi posición pude apreciar toda la gente que aquel día había asistido a la celebración ya que al situarse todo el mundo sobre un suelo con una ligera pendiente hacia donde nos habían situado todas sus caras eran visibles. Esta configuración del suelo me sirvió para comprobar con cierta resignación que mis tíos Paco y Pepe fueron dos de los primeros en abandonar la ceremonia para dirigirse al bar del pueblo y volver al final de aquella como si hubiesen estado presentes durante todo el acto...

La visión desde el altar me permitió comprobar que el gesto que D. David había realizado minutos antes de la celebración mediante el desplazamiento de las puertas había tenido dos efectos directos: por un lado, la capacidad de aquel espacio de acoger público se había multiplicado por 3 o por 4 para permitir acoger a los invitados de las cinco comuniones y por otro, que vecinos del pueblo que nunca hubiesen asistido a la ceremonia, a su paso por los alrededores, se asomaban a la capilla, bien por curiosidad o bien por cotilleo, pero de lo que no había ninguna duda es de que la ceremonia logró captar la atención de todos mis vecinos y dado el número de condecoraciones que ese día colgaban  de mi chaqueta, ese protagonismo me hizo sentir hasta incluso en un rango superior al que esas condecoraciones acreditaban.

Creo que desde aquel día hasta hoy sólo he vuelto una vez más a ese lugar. Fue precisamente para la boda de Jesús, uno de mis compañeros de celebración aquel día de mi Primera Comunión. Jesús, al igual que yo, fue uno de esos niños que se vieron obligados a abandonar su pueblo natal por el desplazamiento de sus padres a otros lugares por motivos de trabajo. En su caso le tocó Barcelona. Sus padres, músicos de profesión, fueron contratados por la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña.

Cuando llegué a la capilla de Los Olmos para asistir a su boda las puertas de ésta estaban abiertas igual que el día de mi Primera Comunión. En ese momento me vino a la memoria la imagen de D. David abriéndolas y me pregunté si seguiría siendo el párroco de Los Olmos. Se veía a la Virgen del Carmen al fondo iluminada intensamente por la luz de media mañana que entraba a través del techo y de repente me sentí como si nunca hubiese abandonado ese lugar para irme a vivir a Madrid. Entre la gente que ya se encontraba allí identifiqué a Jesús justo al borde de la suave pendiente que bajaba hasta el altar saludando a sus conocidos. Enseguida me di cuenta que iba a haber muchos asistentes a esa celebración ya que además de sus familiares de Los Olmos, asistiría gente de Barcelona en donde Jesús vivía con sus padres y de Murcia, de donde era originaria su futura esposa. Después de saludar a Jesús, cada asistente iba buscando una posición desde la que vivir la celebración, aunque se percibía que algunos de ellos estaban utilizando criterios de selección de su ubicación similares a los que habían empleado mis tíos Paco y Pepe el día de mi Primera Comunión.

Me dirigí hacia Jesús para felicitarle y sólo habíamos intercambiado unas palabras cuando una suave melodía empezó a sonar. El sonido provenía de entre los árboles situados a la derecha del altar, cosa que nos sorprendió a los dos y nos hizo comenzar a descender por la suave pendiente en dirección a aquél para descubrir que la melodía era producida por los padres de Jesús acompañados por dos violinistas que, tal y como Jesús me explicaría posteriormente, eran compañeros de la orquesta de sus padres y que habían venido desde Barcelona sin avisar para sorprenderle con la actuación en directo en distintos momentos de la ceremonia. Por supuesto, los músicos tocaron la marcha nupcial en el momento de la llegada de la esposa de Jesús y acompañaron a D. David a lo largo de la totalidad de la ceremonia.

Lo más sorprendente para mi de este acontecimiento fue el descubrimiento de que en el lugar al que tantas veces había asistido a la misa disponía de un espacio exterior que en ocasiones podía comunicarse con la iglesia para permitir la disposición de un coro o grupo de músicos que ambientase no sólo el interior de la capilla, sino también en sus alrededores.

Los motivos que esta vez me llevaban al lugar que tantos recuerdos me había evocado eran muy diferentes. Era la primera vez que asistía a un funeral en este lugar y al llegar y sentarme en un banco de la plaza lo percibí de una manera muy diferente a las veces anteriores.

Permanecí frente a aquel espacio casi media hora antes de que el resto de gente comenzase a llegar. Pude comprobar la ligereza de su construcción, casi inmaterial desde el exterior permitiendo ver la línea del horizonte en el que se marcaba con total nitidez la silueta tan característica del Cabezo Gordo y los campos de cultivos próximos al pueblo. Ésto hacía que su presencia fuese muy sutil en el entorno y que la confluencia de las calles Cabezo Gordo y Sierra de la Fuensanta no terminase sobre los muros de la capilla como sucedía con la antigua construcción allí erigida, para prolongarse hasta casi el infinito. Tenía gran presencia su cubierta, tan horizontal que generaba prácticamente un marco al paisaje que se podía apreciar a través de la edificación.

Observé la llegada de los músicos y vi como instalaban sus instrumentos y atriles en el pequeño balcón que se asomaba a la capilla y cuya utilidad había descubierto años antes en la boda de Jesús. Aunque los años no pasan en balde para nadie, reconocí que la persona que se aproximaba a ellos para abrir la parte del cerramiento móvil que los separaba del interior de la capilla era D. David, que al parecer todavía sigue siendo nuestro párroco. Por nuestro deseo expreso, en esta ocasión acudirían únicamente los familiares más cercanos, por lo que no fue necesario que D. David abriese las puertas para ampliar el espacio destinado a los asistentes como había hecho en las grandes celebraciones a las que había acudido años atrás. Instantes después llegó el féretro de mi abuela acompañado de mis padres, mi hermana y mis tíos. Entre éstos últimos, mi padre y yo recorrimos el tramo de suave pendiente portando el féretro y aproximándonos al altar iluminado por el rayo de luz que entraba a través del techo. Los asistentes ocupamos únicamente tres filas de sillas, pero al igual que cuando asistía a la misa de los domingos acompañado de mi abuela, algo hace que nos sintamos cómodos en ese espacio.

Desde dónde estoy sentado puedo ver a través del cerramiento de vidrio los suaves movimientos de las ramas de los árboles que rodean la capilla y que actúan casi a modo de celosía que matiza la luz del día consiguiendo un efecto muy agradable. Me vienen a la memoria algunos tipos de vidrieras que he visto en ciertas iglesias o catedrales pero en este caso, el color no está en el propio vidrio, sino en las pinceladas de múltiples tonos verdes que las distintas tipologías de árboles aportan. Quizás sean esos colores verdes de las hojas de los árboles o quizás sea el tratamiento de la luz que éstos ejercen el que, a pesar del duro momento que estamos viviendo por la pérdida de mi abuela, me hace sentir una cierta paz interior que no había percibido en mucho tiempo. Siento que este momento, vivido en este espacio y acompañado de mi familia, cuando mañana por la mañana vuelva a Madrid, pasará a formar parte de la amplia lista de recuerdos vinculados al lugar al que asistía a misa acompañado de mi abuela.

ERMITA EN LOS OLMOS, TORRE-PACHECO
ERMITA EN LOS OLMOS, TORRE-PACHECO
ERMITA EN LOS OLMOS, TORRE-PACHECO
ERMITA EN LOS OLMOS, TORRE-PACHECO

Localización:
Calles Sierra de la Fuensanta - Cabezo Gordo. Los Olmos. Torre-Pacheco. Murcia. España.

Año:
2015

Uso:
Religioso. Cultural.

Procedimiento:
Concurso privado para redacción de proyecto y ejecución de obra

Promotor:
Parroquia de Torre-Pacheco

Fases desarrolladas:
Anteproyecto

Superficie parcela:
535 m²

Superficie construida:
175 m²

Pem:
212.375,00 €

Presupuesto contrata:
252.726,25 €

Equipo redactor:
MCEA | Arquitectura